del
libro: El cielo y el infierno – Allan Kardec
El
miedo a la muerte, el hombre, sea cual fuere el grado de la escala al que
pertenezca, desde el estado salvaje tiene el sentimiento innato del porvenir.
Su intuición le dice que la muerte no es el fin de la existencia, y que
aquellos cuya pérdida lamentamos no están perdidos para siempre. La creencia en
el porvenir es intuitiva, y muchísimo más generalizada que la de la nada. Así
pues, ¿a qué se debe que, entre quienes creen en la inmortalidad del alma,
todavía haya tantos que se encuentran apegados a las cosas de la Tierra y sienten
tan grande temor a la muerte?
El
miedo a la muerte es un efecto de la sabiduría de la Providencia y una
consecuencia del instinto de conservación común a todos los seres vivos. Ese
miedo es necesario mientras el hombre no está suficientemente esclarecido
acerca de las condiciones de la vida futura, como contrapeso al impulso que,
sin ese freno, lo llevaría a dejar prematuramente la vida terrenal, así como a
descuidar el trabajo que debe servirle para su propio progreso.
A
eso se debe que, en los pueblos primitivos, el porvenir sea apenas una vaga
intuición; con posterioridad se convierte en una simple esperanza y, por
último, en una certeza, aunque siga neutralizada por un secreto apego a la vida
corporal.
A
medida que el hombre comprende mejor la vida futura, el miedo a la muerte
disminuye. Asimismo, cuando comprende mejor su misión en la Tierra, aguarda su
fin con más calma, con resignación y sin temor. La certeza en la vida futura le
da otro curso a sus ideas, otro objetivo a sus actividades. Antes de que
tuviera esa certeza, sólo se ocupaba de la vida actual. Luego de haberla
adquirido, trabaja con vistas al porvenir, pero sin descuidar el presente,
porque sabe que su porvenir depende de la buena o mala dirección que imprima a
su vida actual. La certeza de que volverá a encontrar a sus amigos después de
la muerte, de que reanudará las relaciones que tuvo en la Tierra, de que no
perderá un solo fruto de su trabajo, de que crecerá sin cesar tanto en
inteligencia como en perfección, le da paciencia para esperar y valor para
soportar las fatigas momentáneas de la vida terrenal. La solidaridad que ve
establecerse entre los vivos y los muertos le hace comprender la que debe
existir en la Tierra, entre los vivos. A partir de entonces, la fraternidad
adquiere una razón de ser, y la caridad encuentra su objetivo, tanto en el
presente como en el porvenir.
Para
liberarse del miedo a la muerte es necesario que el hombre la encare desde su
verdadero punto de vista, es decir, que haya penetrado con el pensamiento en el
mundo espiritual y que se haya formado de él una idea tan exacta como le sea
posible, lo que denota de parte del Espíritu encarnado un cierto desarrollo y
la aptitud para desprenderse de la materia.
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